A ti, Madre querida, a ti que eres doblemente mi madre, quiero confiar la
historia de mi alma... El día que me pediste que lo hiciera, pensé que eso
disiparía mi corazón al ocuparlo de sí mismo; pero después Jesús me hizo
comprender que, obedeciendo con total sencillez, le agradaría. Además,
sólo pretendo una cosa: comenzar a cantar lo que un día repetiré por toda
la eternidad: «¡¡¡Las misericordias del Señor !!!»...
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